Editorial
Crónicas de la pandemia: el golf
Fernando de Buen
Es tu club, es mi club, es el club de cada uno de nosotros.

Cruzo el acceso principal y mi saludo se pierde en el silencio ante la ausencia de la siempre amable interlocutora que nos recibe a todos con una muy agradecible sonrisa. Saco del bolsillo mi credencial y la acerco al sensor magnético que libera el acceso en forma automática. En el mezanine no hay una exposición pictórica y la fuente al centro de ese gran espacio está apagada y el espejo de agua vacío. Camino hacia los vestidores y, tras cruzar la pequeña sala de la entrada, busco a mis amigos vestidos de blanco —algunos de ellos conocidos míos desde hace décadas— y extraño su saludo; la caseta en la que suelen trabajar está vacía, al igual que los cajones de la gran zapatera donde solemos reconocer nuestro calzado libre de tierra y recién boleado. Ingreso al salón central y no encuentro a los socios mañaneros a los que acostumbro darles los buenos días cada fin de semana; pienso en servirme el café que no tomé en casa y, como era de esperarse, la cafetera está apagada. Me siento en uno de los sillones y busco percibir el sonido de aquel sitio vacío. Tras unos segundos con los ojos cerrados, surgen las voces apenas audibles con las respuestas a mis saludos. Abro los ojos algo sorprendido, pero el lugar continúa vacío. Las palabras que llegan a mis oídos son reverberaciones de todos los socios de todos los clubes que extrañan la rutina finsemanaria de la llegada, la preparación, la práctica, el hola a los compañeros del foursome, el cruce de apuestas, la disputa por los golpes de ventaja, los primeros nueve hoyos, el desayuno en el Snack, los nueve definitivos, la llegada al Hoyo 19, las cuentas para definir ganadores y perdedores, la primera y segunda copas, y si el tiempo lo permite, la ronda de dominó, antes de regresar a los vestidores, rasurarme en el vapor, darme un urgente regaderazo, retornar al casillero para vestirme, recoger mis zapatos de golf, agradecerle a todo el mundo por su amabilidad —la propina de rigor de por medio— y dirigirme a la salida del club con una sonrisa cuyas proporciones dependerán inevitablemente del resultado de mi ronda, pero eso sí, relajado, contento y renovado.

Camino hacia la caseta del starter donde nos enteramos si salimos por el hoyo 1 o por el 10 y también allí me encuentro con una soledad sobrecogedora. No hay socios, no están los profesionales, no hay caddies, la caseta de palos de golf está cerrada y el campo luce con el pasto alto y algo descuidado, en los greens no hay banderas y los búnkeres evidencian la falta de mantenimiento. Decido alejarme de la casa club caminando por el centro del fairway para apreciar aquello que nunca notamos cuando jugamos una ronda con los amigos: el sonido del viento, el de las aves, el del agua del riachuelo en temporada de lluvias, el del rugido del borbotón de agua de las fuentes al regresar al manto tras intentar alcanzar el cielo infructuosamente; pero, si de sonidos se trata, el que más extraño es el de las conversaciones con el grupo, las risas, los corajes, las reacciones y la alegría que siempre termina imponiéndose tras cada jornada.

Continúo mi paso en el sentido de la circulación del campo y, aún a pesar de la falta de mantenimiento, aprecio la belleza inigualable del terreno, de la topografía que lo rodea, de sus grandes y viejos árboles —testigos muchos de ellos de las más de cuatro décadas de historia de mi Club—, quienes han resistido en injusto silencio cientos o miles de pelotazos por parte de golfistas arriesgados o desorientados. Al paso de cada uno de los 18 hoyos, abundan las evocaciones de tiros memorables, algunos por su efectividad, otros por sus devastadores efectos en mi tarjeta de puntuación. Cuando a mi regreso veo nuevamente la casa club, me detengo por unos minutos y dejo que mi mente inicie un recorrido por muchos momentos inolvidables de mi vida en estos terrenos: las grandes rondas, los duelos históricos, los torneos Interior y de Aniversario, las calificaciones para los Interclubes, el haber ganado la Copa AGVM siendo presidente del Comité de Golf, mi primer hoyo en uno nueve hoyos después de haber tirado mi tarjeta de puntuación a la basura por una ronda que ya era espantosa y la celebración que le prosiguió; mi segundo (y último), al que una incipiente, pero suficiente miopía, me impidió ver la bola desaparecer en el hoyo; una borrachera histórica con mis amigos, causada por una cantidad obscena de martinis secos (que por cierto, ninguno de nosotros tomaba regularmente) y, sin duda, lo que más extraño de mis mucho años en el Club, es a mi padre, quien me enseñó a amar al juego y lo gozó como muy pocas cosas, hasta que la salud le impidió continuar, ya cerca de los 90 años.

Ya inicia el regreso a los campos, pero bajo un exigente y responsable reglamento que nos permite jugar, pero solo eso. Aún se ve algo lejano el día en que todos vacunados, podamos perderle el respeto al covid-19 y volvamos a cruzar bastones, abrazarnos, a reír y a vivir la incomparable experiencia del fin de semana en mi club, en el tuyo y en el de cada uno de nosotros.

Estamos de regreso en Par 7. Muchas gracias por su paciencia.

«...pero, si de sonidos se trata, el que más extraño es el de las conversaciones con el grupo, las risas, los corajes, las reacciones y la alegría que siempre termina imponiéndose tras cada jornada.»

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