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Editorial

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Greg Norman felicita a Nick Faldo en la final del Masters de 1996, tras de que el inglés lo derrotó por cinco golpes, habiendo iniciado la ronda con desventaja de seis; una de las debacles más famosas en la historia del golf.


Derrotas que engrandecen

Fernando de Buen

El arte de vencer se aprende en las derrotas.
Simón Bolivar.

Escribí algo sobre este tema en abril de 2008 y mantengo el título original, pero se trata de tópicos perennes que evocan hechos vividos por cada uno de nosotros a través de los años y trascienden a la esfera deportiva, ofreciéndonos incomparables experiencias que, al atraparlas, se convertirán en clases magistrales cuya enseñanza es mayor que un curso completo en la universidad. Se trata, por supuesto, de las derrotas y la forma en la que podemos absorber sus amargos, pero nutritivos jugos.

Cuando alguien nos invita a aprender de las derrotas, el consejo resuena como un martillazo en la cabeza que solo nos recuerda que no hicimos las cosas bien y que podemos mejorarlas, pero rara vez nos da consuelo y hasta allí. Pero, de pronto, en la extraña paz que sobreviene a la frustración, surge en la memoria aquel error cometido, el exceso de confianza o esa decisión muy aventurada y, como por arte de magia, todas esas fallas retornan a nuestro cerebro sometidas a un análisis cuyos resultados nos impedirán repetirlas en ocasiones subsecuentes.

Para aprender de la derrota, lo primero es entender su significado literal y, de acuerdo con el Diccionario de la lengua española, derrota es el «Vencimiento por completo de tropas enemigas, seguido por lo común de fuga desordenada». Una derrota, pues, solo se da en una justa donde hay un vencedor y un vencido. Un mal negocio o una mala experiencia jamás podrían considerarse como derrotas, aunque también son fuente inagotable de aprendizaje para emprendimientos futuros.

Aquí me gustaría citar a mi abuelo Demófilo de Buen (1890-1946), abogado civilista excepcional, a quien no tuve el placer de conocer, pues murió muy joven, cuando mi padre Néstor aún no cumplía los 21 años. En una muy breve y emocionante autobiografía de sólo seis párrafos, escrita por petición de sus alumnos en la Universidad de Panamá, Don Demófilo describe su vida con sentido poético y una modestia que parece injusta ante el iluminado autor. En el quinto párrafo escribió: «La suerte me ha elevado a puestos importantes. El destino me ha reservado pruebas y caídas. Considero que para mi espíritu han sido más saludables éstas que aquéllos.» Cuando aún siendo niño la leí por primera vez, el sentido de esa frase se me grabó para siempre.

Los triunfos nos demuestran que somos capaces de superar escollos difíciles y convencernos de que realmente podemos cumplir nuestras metas, pero son las derrotas (mientras más dolorosas, más educativas) las que nos obligan a pensar que para ganar no solo hace falta desearlo, creerlo o decretarlo —con perdón de la respetable programación neurolingüística— sino prepararse para ello a conciencia, a sabiendas de que otros aspirantes anhelan el mismo premio, y un primer lugar no suele ser material de reparto.

Salvo casos excepcionales, en la búsqueda de la victoria siempre hay más errores que aciertos. El verdadero ganador nace —insisto— de quien aprende de sus yerros para evitar repetirlos en el futuro.

En el golf, muchas derrotas han pasado a la historia y se recuerdan más que grandes victorias. Allí está el caso del argentino Roberto de Vicenzo, quien perdió la oportunidad de acceder a un desempate en el Masters de 1968. Durante la final de dicho torneo —tras haber logrado una de las mejores rondas que se recuerdan en la historia—, con 31 golpes en la primera vuelta y suma de 65 en un difícil Augusta National, Roberto habría accedido a la posibilidad de disputar un desempate contra Bob Goalby al día siguiente (en aquellos años, en caso de empate, el triunfo se definía mediante una ronda a 18 hoyos). Sin embargo, su anotador y compañero de grupo, Tommy Aaron, se equivocó al anotarle un 4 en el hoyo 17, cuando el número correcto era 3. Distraído por la emoción, De Vicenzo —quien ese mismo día cumplía 45 años— no se dio cuenta del error, firmó y entregó su tarjeta. De acuerdo con las Reglas de Golf, con su firma oficializó la puntuación anotada y dejó ir el campeonato. Cuando supo las consecuencias de su descuido, el noble y excepcional caballero argentino solo atinó a decir: «Qué estúpido he sido».

Para quienes vivimos algunas décadas del siglo pasado, quizá el peor cierre que se recuerda en un torneo sea el del francés Jean Van de Velde en el Open británico de 1999, en Carnoustie, quien solamente necesitaba un seis en el par 4 final para obtener el campeonato, pero una pésima decisión —arriesgarse a buscar el green desde un rough casi imposible, cuando debió haber optado por regresar al fairway sacrificando un golpe— provocó que cerrara con siete golpes y perdiera posteriormente el desempate contra el escocés Paul Lawrie.

Otra secuencia de errores y aciertos que pasó a la historia fue el duelo entre Greg Norman y Nick Faldo en la final del Masters del 96, cuando el australiano —quien terminó con 78— desperdició una ventaja de seis golpes ante el inglés, quien firmó para 67 y lo venció por cinco.

En cada uno de nosotros hay una o más derrotas derivadas de nuestros errores que de los aciertos del adversario. En el golf, los errores pesan, pero ni los campeones están exentos de ellos y con el tiempo pasan al baúl de los recuerdos; una mala decisión, en cambio, puede volverse un lastre inseparable y solo logramos deshacernos de él cuando volvemos a vivir la experiencia y evitamos cometer el mismo desatino.

Los ejemplos de errores sobran en la historia, pero hay un denominador común en los más grandes golfistas de todos los tiempos: han sabido perder con gallardía y tomado a la derrota como una lección de humildad en su permanente proceso de aprendizaje.

Saber perder para aprender a ganar. Paradojas del golf… y la vida.

fdebuen@par7.mx

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