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Editorial

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La bola de golf: ciencia
y coincidencia*

Fernando de Buen

Es muy común entre los golfistas el saber muy poco sobre el juego que tanto disfrutamos. Si bien se trata de un juego harto complicado, resultan igualmente difíciles sus reglas, la comprensión de sus técnicas y muchos otros factores que inciden en cada golpe, de los cuales tenemos apenas un conocimiento superficial o concretamente carecemos de la más remota idea. Uno de esos factores es la bola de golf, su historia y su comportamiento ante las muy diversas condiciones geográficas y climáticas que solemos enfrentar en una ronda de juego.

Antes de iniciar este artículo, debo confesar una absoluta ignorancia previa sobre el asunto relacionado con esas pequeñas esferas llenas de hendiduras que, una vez golpeadas hacia un punto determinado en el campo, pueden provocarnos desde un júbilo atronador, hasta un infarto al miocardio. Tras no pocas horas de investigación —observando fórmulas de física, gráficas de vuelo, explicaciones aerodinámicas y muchas otras cosas—, sigo igual de ignorante, pero ahora también mucho más confundido.

Como todos hemos visto o escuchado en alguna ocasión, la bola de golf ha pasado por muy diversos procesos a través de su evolución. Como es de imaginarse, las primeras pelotas fueron de madera y sus fabricantes carpinteros. Hacia principios del siglo XVII, surgió la feathery, que consistió en una bola de plumas de pecho de ganso o gallina, envueltas en una cubierta de piel. Su tamaño era parecido al de la bola actual, pero su peso apenas era de la mitad. Gracias a su aceptable resiliencia, la distancia que podían obtener los grandes pegadores se acercaba a las 200 yardas. Esta bola, sin embargo, era muy poco resistente a un mal golpe y prácticamente se inutilizaba cuando caía al agua. Por si eso fuera poco, resultaba también extremadamente cara, pues su elaboración demandaba muchas horas de trabajo y un artesano calificado apenas podía fabricar cuatro bolas al día, mismas que se solían utilizar durante una ronda normal de golf. Fue entonces cuando, por azares del destino, llegó la famosa gutty, nombre con el que se bautizó a la pelota de gutapercha, una resina extraída de un árbol malayo de goma.

Su elaboración era mucho más sencilla. La resina se recibía en forma de láminas, se cortaba en tiras, se redondeaba a mano y se enfriaba para darle mayor dureza. Eso era todo. Su esfericidad era mayor que la de su antecesora y cuando perdía esta característica, se podía reciclar tras un buen baño de agua caliente. Mucho más barata que la feathery, la gutty fue cobrando popularidad, pero tenía un problema. Al carecer de hoyuelos (dimples), volaba muy poco. Fue hasta que Willie Dunn —un profesional de Musselburgh— se disgustó tanto con este tipo de bolas, que se las regaló a sus caddies. Su sorpresa fue mayúscula poco tiempo después, cuando constató que estos golpeaban la bola aún más lejos que Dunn con sus featherys. La causa fue que las ralladuras generadas por los hierros en ellas generaban una mayor elevación y menor resistencia al aire. Fue así como se llegó a la segunda generación de guttys, con el mismo material, pero sustituyendo la superficie lisa con una rayada por pequeños golpes de cincel. Esa observación accidental fue, quizá, el mayor salto evolutivo que dio la bola de golf.

«La causa fue que las ralladuras generadas por los hierros en ellas generaban una mayor elevación y menor resistencia al aire.»

Muchos años después, gracias a los túneles de viento, las cámaras de alta velocidad y otros desarrollos tecnológicos, se pudo comprobar la teoría: los dimples provocan un mayor giro en la bola (spin) y esta, al volar girando en sentido inverso (backspin) provoca un desplazamiento ascendente generando una menor resistencia del aire en la parte inferior, lo que se traduce en mayor elevación y prolongación de la trayectoria. En pocas palabras, un efecto parecido al del ala de un avión.

La gutty permaneció en el golf por décadas y una de sus más famosas y últimas evoluciones llegó hasta los inicios del siglo pasado como un producto de la compañía inglesa A. G. Spalding & BROS., promovida nada menos que por el gran Harry Vardon —miembro del Gran Triunvirato Británico—, quien a cambio de un jugoso contrato de 900 libras —el Abierto Británico daba 30 al campeón en ese entonces— accedió a bautizar a la pelota con la marca Vardon Flyer.

Fue también por esas fechas cuando William Haskell visitó a su amigo Bertram Work, quien trabajaba en la empresa B. F. Goodrich, y observó una cesta llena de hilo elástico. De inmediato surgió la idea: un centro esférico rodeado de elástico y con una cubierta de resina. No sin pasar grandes penurias tratando de completar a mano su esfera elástica, Haskell convenció a Work de que generara la cubierta de gutapercha. El resultado fue la bola Haskell, que revolucionó a la industria estadunidense del golf, con una bola que otorgó más distancia que la Vardon, aunque con menos control. Hasta ese entonces, todas las pelotas que se fabricaban en serie utilizaban salientes en vez de hoyuelos.

Fue en 1905, cuando el inglés William Taylor propuso y patentó el sistema de concavidades —los famosos dimples— para las cubiertas de las pelotas. Dos años atrás, ante la muerte anunciada de la Vardon Flyer, Spalding introdujo la balata y con ella, la primera bola que no requirió de pintura, pues era naturalmente blanca. Para completar el proyecto, adquirieron los derechos de la patente de Taylor para Estados Unidos y hacia 1930, los hoyuelos ya formaban parte integral del diseño de todas las bolas de golf.

Junto con la bola Haskell, nació otro invento que revolucionó al juego en forma impresionante: el tee de madera, que sustituyó tanto a los promontorios de tierra, como al resto de los intentos en plástico, metal y papel que llegaron a utilizarse para colocar la bola en la mesa de salida. Este fue patentado en 1899 por Robert F. Grant.

El invento de Haskell perduró por décadas y aún en las postrimerías de los años setenta, abundaron las pelotas rellenas de elástico. El diseño exterior y los tipos de cubierta, en cambio, fueron evolucionando progresivamente, a la par de los enormes avances tecnológicos. Hoy en día, la bola Haskell ha sido sustituida por muy diversos compuestos, en diseños de dos, tres y cuatro piezas, que ofrecen una mayor distancia, estabilidad y control.

Tal evolución ha provocado que las organizaciones que hoy controlan el golf —La R&A de Saint Andrews y la USGA— muestren una permanente preocupación por evitar que los desarrollos tecnológicos superen a los propios campos, provocando que en los torneos profesionales casi desaparezcan los hoyos par 5 y alargando al máximo los par 4, con el fin de evitar puntuaciones de escándalo. Es por ello por lo que, en lo relacionado con las bolas de golf, las reglas establecen estrictas limitaciones en cuanto a su forma, esfericidad y velocidad inicial, entre otras cosas; aun así, los diseñadores se las arreglan para seguir mejorando control y distancia, sin escapar de las especificaciones.

Hoy en día, más allá de perfeccionar los sistemas de concavidades, los investigadores de las grandes fábricas se concentran en ofrecer bolas de golf cuyo comportamiento sea homogéneo ante las diversas condiciones ambientales de cualquier campo de golf. Entre otras cosas, la trayectoria de la bola puede ser afectada en algún sentido por los coeficientes de humedad, temperatura, aire y altitud sobre el nivel del mar. ¿Cómo inciden estos factores en un golpe? Ese es otro extenso tema que valdrá la tema tratar y lo haremos en otra ocasión.

fdebuen@par7.mx

*Artículo inspirado en el publicado en la edición impresa de Par 7, pasión por el golf (136), en junio de 1999.

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