Mobirise
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Editorial

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Delirios de (des)honestidad*

Fernando de Buen

El golf, como ya lo he repetido en innumerables ocasiones, se basa en que el jugador debe ser su propio árbitro y nunca debería hacer falta un oponente o un juez que le haga ver sus truculencias. De acuerdo con sus reglas, el propio jugador es responsable de conocer el código que rige y dictamina al juego y está siempre sujeto a una penalidad si comete una falta, sin importar si estaba consciente o no de haberla perpetrado.

No obstante, la honradez en nuestro querido deporte aún deja mucho qué desear y son una miríada de ocasiones en las que, de una forma u otra, se quebranta con la peor de las intenciones. Veamos unos ejemplos:

Se me había ocurrido iniciar con las típicas trampas derivadas de la alteración del hándicap, pero es un tema que ya he tratado en ocasiones anteriores y no vale la pena repetirlo.

Pero existe, en cambio, otro maravilloso caldo de cultivo para hacer triquiñuelas y es el propio campo de golf. Todos sabemos que las reglas están diseñadas con cierta flexibilidad para ofrecerle al jugador diversas opciones como paliativo cuando comete una falta. Una de las situaciones más comunes que se presentan en tal situación, es la del jugador que, conociendo los límites de cierta regla o inciso, busca sacar ventaja adicional de las mismas, tergiversando la interpretación. ¿Conocen ustedes, queridos lectores, algún golfista que, por aparente desconocimiento de alguna regla, coloca o dropea su bola en un lugar menos conveniente que el que le ofrecen los reglamentos? Seguramente que no y ello no es por otra cosa que por la tentación de pretender ir más allá de las limitantes del código.

Siguiendo con los ejemplos, se me ocurre una historia y dejo claro que cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. Ahí les va:

El jugador X llega al hoyo 18, par 4. Otea su tarjeta, carraspea algunos números y deduce que la situación demanda un par o los daños económicos serán de graves consecuencias. Guarda su tarjeta en el bolsillo trasero, saca el driver de su bolsa y coloca su bola sobre el tee. Tras golpearla con potencia, observa con angustia cómo esta se pierde en el rough de la derecha, que está plagado de árboles y maldice su suerte. Los demás encontraron buenas posiciones en el fairway.

Aún refunfuñando por la mala ejecución, toma un hierro y se encamina en dirección a su bola, mientras los demás se dirigen plácidamente por el centro de la pista. X se mete entre los árboles para iniciar la búsqueda. Tras voltear desesperadamente hacia todos lados, encuentra que justo en un claro destaca una pequeña esfera blanca. Mientras va hacia ella, inicia sus rápidos cálculos para el siguiente golpe. Si está en buena posición —piensa— puedo tirarla por encima de los árboles y encontrar el green.

No apenas terminó sus estimaciones cuando vio que la pelota estaba pésimamente colocada y resultaría imposible sacar un golpe elevado. Vuelve a maldecir a su sino y se da cuenta de que, si ésta hubiera recorrido tan sólo un par de centímetros más, sus posibilidades de salvamento serían increíblemente superiores. Al meditar la situación, discurre que apenas con un leve movimiento del hierro que trae en la mano, la esférica quedaría perfectamente colocada para un milagroso golpe elevado por encima de los árboles en ruta hacia el green. Piensa en la posibilidad y la tentación lo consume. Está completamente solo y el movimiento necesario para lograr su cometido sería prácticamente imperceptible. Es entonces cuando su cabal honestidad, disfrazada de angelito que revolotea alrededor de su oreja derecha, le dice que no lo haga, a pesar de que las apuestas están en su contra. Él le hace caso al alado ser y decide que jugará la bola como se encuentra. El angelito, feliz y orgulloso con su protegido, decide retirarse para no distraerlo. Sin embargo, pasan unos segundos y entonces siente que de su nuca surge un nuevo ser, todo él colorado y con cornamenta, que se acerca a su oreja opuesta para decirle que no sea bruto, que la oportunidad de mover la bola es única y que seguramente otros hacen lo mismo cuando no son observados. Las palabras de su diablito le retumban en los oídos y le obligan a replantear la situación: efectivamente, nadie lo observaría si le hiciera caso al maligno consejero y las ventajas de seguir sus indicaciones podrían resolver su inminente quebranto monetario. Decide entonces dar el mal paso e inicia una rutina histriónica digna del Óscar. Él no lo sabe, pero un par de ojos estratégicamente colocados detrás de un árbol lo observan con atención.

Poco a poco, con relativa calma, avisa a los demás que halló su bola, evitando con esto que se acerquen a él. Con la misma parsimonia, mientras voltea hacia todos lados, descartando la posibilidad de ser observado, calcula la posición de la esférica y acerca la cara del palo a un centímetro de esta, desde un ángulo donde resulta imposible a los demás determinar tal cercanía. Su siguiente paso es colocarse en una posición de total relajamiento; cruza la pierna izquierda frente a la otra, y aparenta utilizar el palo como bastón de la mano derecha para recargarlo contra el pasto; la otra mano se posa cómodamente en la cadera en posición de jarra. Espera el momento adecuado, que es justo cuando uno de sus contrarios pegará su golpe y se asegura de que todos los demás —jugadores y caddies— observen al ejecutante con atención. Al momento del backswing del otro, X voltea rápidamente a ver su bola y en un fugaz y firme movimiento, la desplaza los 2 centímetros que le hacen falta para colocarla en una posición más elevada. Lo logró en esa oportunidad y no hubo de esperar a que otro jugador golpeara para repetir exactamente la misma rutina. Todo salió perfecto y está listo para tirar.

No son pocas las ocasiones en las que el malhechor se sale con la suya y la bola termina en franca posición para asegurar el par o algo mejor. Pero X, que no solía ser embustero, aún siente en sus brazos la adrenalina y la tensión provocadas por su trampota. Toca su turno, respira hondo un par de ocasiones, se coloca en posición para golpear un hierro 9 muy elevado en ruta hacia el green. No se da cuenta por el nerviosismo, pero su grip lleva mucha más presión que la necesaria y ello provoca que, en lugar de elevar la pelota, esta salga topeada, rasa y termina estrellándose contra un árbol sin vista al green. Concluye el hoyo con un horrible 7 y pierde hasta la camisa.

Frustrado y con una cruda moral de pronósticos reservados, X siente que el pésimo tiro fue un castigo del más allá y decide no volver a pecar. Mientras inicia su camino a los vestidores, voltea a la distancia y observa a dos pequeños seres indignados: uno es su diablito que le dice: «¡Baboso! ¿Cómo pudiste fallar ese tiro?»; el otro, su angelito, lo mira fijamente mientras deja caer una lágrima de cada uno de sus celestiales ojos. Ambos menean la cabeza en desaprobación y en amena plática se retiran para dejarlo solo con su mala suerte. El interfecto reinicia su camino mientras su cerebro calcula cuánto le tocará pagar en las apuestas.

Por cierto, ese par de ojos que lo observaron todo cuando él pensaba que nadie lo vigilaba, habrían de ser la fuente que hizo pública la osadía del golfista y generó tal desconfianza en su conducta, que por mucho tiempo no volvió a dar un golpe en solitario.

Una historia ficticia basada en hechos que se repiten día con día durante una ronda de golf. ¿Es que acaso podemos ser solo medio honestos?

fdebuen@par7.mx

* Este artículo, una adaptación del publicado originalmente en 2006 en nuestra revista impresa, tuvo una muy grata aceptación entre los lectores de la revista Par 7, pasión por el golf. Son casi 15 años, pero su actualidad no cambia un ápice. Que lo disfruten.

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