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Editorial

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Inteligencia y demencia en
el swing de golf*

Fernando de Buen

Cualquier hoyo en cualquier ronda de golf. Estoy en el fairway a 125 yardas del green. Tan solo requiero de un suave golpe con el pitching wedge para encontrar un sitio cercano a la bandera y conseguir el par. Mi postura es razonablemente buena, la espalda recta, piernas flexionadas, brazos relajados —casi perpendiculares al piso— y una adecuada alineación hacia el objetivo. Solo necesito asegurarme de dos cosas en el procedimiento: no adelantar las caderas antes de tiempo y cambiar el peso con el inicio del downswing; tan fácil como eso.

Inicio el movimiento hacia atrás y, al llegar al tope del backswing, la foto luciría casi perfecta, pero es precisamente en el instante en el que inicio mi descenso cuando el microchip que controla la sincronización de mi cuerpo se descompone y todo se echa a perder; las caderas se adelantan a los brazos en una carrera desenfrenada; estos —que deberían ser los iniciadores del proceso— reaccionan tarde y cuando llegan a la bola, el cuerpo está girado hacia la izquierda; para acabarla de fregar, en todo ese frenesí de confusiones, el peso se queda predominantemente en el pie derecho, haciendo que el giro sea aún más pronunciado. El resultado: la bola sale disparada como un misil hacia el lado izquierdo, con unos 30° de desviación con respecto al objetivo inicial; si nada la detiene, terminará su relación conmigo sentada cómodamente en el jardín de una casa; si se topa con un árbol, quedaré a expensas de las reglas de la física, que en lo que al golf se refiere, parecen coincidir más con las leyes de Murphy que con las de Newton. El resultado final, un hoyo más echado a perder, con la consecuente frustración de no entender por qué me cuesta tanto trabajo coordinar una serie de movimientos que he estado practicando durante un cuarto de siglo.

Pasa una semana. Regreso al club, pero llego tarde y ya no hay tiempo de practicar. El recuerdo de mi ronda anterior me hace sentir escalofríos. Resistiéndose a los intentos optimistas del corazón, mi mente vaticina que, si jugué tan mal la semana pasada y hoy ni siquiera tuve tiempo de practicar, me espera una debacle. Decido entonces activar el mecanismo de emergencia, un tipo de swing al que le tengo confianza, porque ya me ha sacado adelante en otras ocasiones. Se trata de un movimiento lento y rítmico que, al llegar al tope, hace una pausa suficiente para darle tiempo a las manos de tomar el control antes que la cadera; poco importa si pierdo distancia, porque para ello estoy utilizando un hierro de más. Las manos inician el descenso suavemente y, cuando llegan abajo, se encuentran milagrosamente coordinadas con el giro de la cadera; gracias al perfecto mantenimiento del ritmo durante el movimiento, el peso se desplazó sin dificultad alguna al pie izquierdo, asegurando una adecuada trayectoria. Lejos de ejecutar un golpe corto, la bola inicia su vuelo y desafía a la gravedad, cayendo cinco yardas atrás del objetivo, para después regresar una distancia razonable, gracias al efecto de retroceso (backspin). Parece un milagro, pero el ritmo y la coordinación regresaron a mi golf, devolviéndome la confianza perdida. Continúo durante algunos hoyos más con el mismo método y cada ejecución resulta sorprendentemente buena. Tras seis o siete hoyos y una buena cantidad de pares conseguidos, la confianza se excede en sus límites y decido aplicar mayor velocidad a mi swing. Al principio no hay consecuencias, pues el ritmo sigue vigente, pero llega el hoyo en el que se suscita el primer golpe malo: una bola topeada como resultado de haberme olvidado de la indispensable pausa en el tope del backswing. Me di cuenta de mi error y en preparación al siguiente tiro, no pienso en otra cosa que en el mencionado intervalo. Asciendo, me detengo, desciendo y ¡pelas!, otro horrible sapo. La causa, en esta ocasión, fue un exceso de velocidad al inicio del downswing. En las oportunidades subsecuentes intento resolver los errores anteriores y surgen otros. Unos cuantos hoyos después, mi cerebro está tan revuelto como mi cuerpo, que ya no sabe qué órdenes obedecer y bajo qué jerarquía. A estas alturas ya resulta inútil intentar reactivar el mecanismo de emergencia, pues la autoestima está por los suelos y los pensamientos negativos son los amos absolutos de mi obnubilada mente. Una vez más caí derrotado por permitir que una confianza irracional se apoderara de mi juego. «Ansias de novillero», diría mi buen amigo Carlos Viejo, taurómaco infatigable.

Cuando las cosas comienzan a funcionar bien en el golf, la mente —lejos de actuar en favor de los resultados y ayudarnos a continuar exactamente como lo hemos venido haciendo— parece enemistarse con nuestro éxito y busca llenarnos de imágenes fantasiosas, donde cada swing, ya sin importar la mecánica, resultará en un golpe extraordinario. Es cuando dejamos atrás lo básico de nuestra rutina y pretendemos emular a Tiger Woods o Lorena Ochoa, sin imaginar siquiera que su enorme poder como golfistas radica, precisamente, en no dejar que su mente se aleje del objetivo básico: ejecutar bien el siguiente golpe. Nada más.

No resulta fácil de asimilar y menos aún de lograr tal cometido, pero gran parte de la efectividad en una ronda dependerá de nuestra capacidad de mantener coordinados a la mente y el cuerpo durante la breve rutina de un swing de golf.

Dejemos los sueños de grandeza para el Hoyo 19.

fdebuen@par7.mx

* También del baúl de los recuerdos, me permití adaptar esta editorial de la primera década del siglo (Par 7, pasión por el golf, edición impresa 247, marzo, 2008). Podría haber sido escrito en cualquier época y mantendría su vigencia. Espero que les guste.

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