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Editorial

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Tiger Woods.

Del inmenso regreso de Tiger y otros menesteres

Fernando de Buen

Algunos lo consideran como el regreso más importante en la historia del golf; otros van más allá y afirman, sin cortapisas, que es el mejor en la historia de los deportes.

Yo lo dejaría en considerar que es el más importante retorno de un triunfador, desde el terrible accidente que sufrió Ben Hogan en febrero de 1949, para ganar el U.S. Open de 1950, 16 meses después de casi perder la vida. En aquella ocasión, el automóvil del entonces mejor golfista del momento fue arrollado por un autobús, dejándolo con fracturas en la pelvis, una vértebra del cuello, el tobillo izquierdo, algunas costillas y coágulos que pudieron ser fatales.

El caso es que, después de 14 años de su último título del Masters y a 11 de haber ganado su último grand slam —el U.S. Open de 2008 en Torrey Pines, fracturado de la pierna izquierda—, Tiger Woods, con 43 años encima y ya recuperado de sus cuatro cirugías en la espalda y algunas otras en las rodillas, más los bien sabidos líos de faldas en los que se involucró perdiendo su matrimonio y patrimonio —este último, al menos, en una buena tajada—, encontró la forma de ganar por quinta ocasión el torneo de Augusta y colocar en su clóset su quinto saco verde.

Lo que yo creo es que, independientemente de su extraordinaria actuación en los últimos siete hoyos del campeonato, Tiger recibió la celestial ayuda de los dioses del golf. Me explico, partiendo de los antecedentes:

Desde que terminó la hegemonía del californiano, tras 683 semanas acumuladas —no consecutivas— como el mejor golfista sobre la faz del planeta, ningún otro jugador ha podido saltar de ídolo a héroe en el pensamiento de los aficionados a nuestro querido deporte.

Hemos podido ver a jugadores como el inglés Luke Donald, el irlandés Rory McIlroy o el estadounidense Dustin Johnson, sumar más de un año en el número 1 del ranking mundial, pero ninguno de ellos ha alcanzado el Olimpo. El último de ellos —como mencioné en mi editorial hace dos semanas— no es otro que Tiger.

Ante la ausencia de candidatos para sustituirlo como el último inmortal del golf, los dioses referidos, en el primero de sus cuatro cónclaves anuales, coincidiendo las fechas con las de los eventos de grand slam, decidieron tomar cartas en el asunto y, sin más, reciclar al resucitado.

¿O creen ustedes que las 10 yardas que le faltaron a Francesco Molinari en su salida en el hoyo 12 fueron un simple error técnico o de cálculo? Eran solo 158 yardas a la bandera y se trata de uno de los tres mejores golfistas del último año, quien, por cierto, hasta antes de dicho hoyo estaba jugando en forma extraordinaria, resistiendo la presión de sus adversarios. Y, por si fuera poco, ¿cómo ese mismo jugador, el más regular de las tres primeras rondas y la mitad de la segunda, habría podido acumular tres golpes malos consecutivos en el hoyo 15, costándole un segundo doble-bogey, para dejarlo fuera del torneo? ¿Y qué tal el ejercicio del magnetismo misterioso sobre el green del 18, para que los intentos de birdie de Dustin Johnson y Brooks Koepka fallaran hacia los lados por 10 cm como mínimo, dejándoles con cara de interrogación e imposibilitados de presionar a Tiger?

No hay forma. La única explicación razonable es que los dioses del golf hicieron de las suyas para que la oveja descarriada que regresó al seno de las buenas costumbres tuviera una nueva oportunidad y, de paso, le diera un increíble impulso a la popularidad del golf, tan alicaída en los últimos años.

Ahora bien, sin el ánimo de alabar sus acciones, pues no soy partidario de que decidan afectar los resultados de un torneo, sin la más mínima consideración con los protagonistas, debo aceptar que la decisión de las citadas deidades fue la mejor, para darle a nuestro deporte un revulsivo que no había tenido en muchos años. Con su triunfo, Tiger Woods volvió a las portadas de periódicos y revistas, a la nota principal de los noticieros y al acaparamiento indiscriminado de las redes sociales. En pocas palabras, regresó el hijo pródigo, el último héroe del golf.

Tras la tarde de ayer, Tiger cuenta ya con 81 triunfos en sus alforjas y se encuentra a solo uno del récord impuesto por el inmortal Sam Snead. Aquellos que dudaron que el californiano alcanzaría al oriundo de Virginia, ya tendrán que pensarlo dos veces, pues con la confianza ganada y un perfecto estado de salud, es muy probable que el empate llegue muy pronto. En cuanto a las victorias en torneos de grand slam, pasaron 11 calendarios para saltar del 14 al 15 y, de nuevo, la tranquilidad de Jack Nicklaus, máximo ganador de estos torneos con 18, vuelve a inquietarse, pues la amenaza de Tiger ya dejó de ser una quimera.

Y si los dioses deciden seguir ayudándolo, será imposible imaginar el límite.
¡Qué alegría fue ser testigo del increíble quinto triunfo de Tiger en el templo de Bobby Jones! Qué privilegio es pertenecer a la generación de golfistas que lo vimos surgir en las postrimerías de 1996 y ganar este mismo torneo por primera vez en abril de 1997, hace ya 22 años.

Al igual que los héroes del pasado, como lo fueron Walter Hagen y Gene Sarazen en los veinte y treinta, Ben Hogan, Byron Nelson y Sam Snead entre los treinta y los sesenta, o Arnold Palmer, Jack Nicklaus, Gary Player, Lee Treviño o Billy Casper, entre los sesenta y mediados de los ochenta, en una generación como la mía, que no alcanzó a vivir los años de gloria de estos últimos —aunque pude gozar las genialidades de Severiano Ballesteros o el poder de Greg Norman—, la aparición de Tiger Woods y su mágica resiliencia, representan la mejor noticia del golf en las últimas décadas.

Ojalá siga así, con o sin la ayuda de los de arriba.

fdebuen@par7.mx