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Editorial

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México 2018-2024

Fernando de Buen

El pasado sábado 1º de diciembre, Andrés Manuel López Obrador tomó protesta como presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. Lo hizo afianzado en la mayor votación que ha conseguido un candidato en la historia del país, pero también ha provocado una división entre sus simpatizantes y los quienes no lo somos, que tampoco tiene comparación en décadas recientes. Hoy más que nunca, la frase de «…el que no está conmigo, contra mí está» (Lucas 11:23), ha cobrado una vigencia sin precedentes en la política.

Muchos llegamos a pensar que sus propuestas de campaña —altamente destructivas, improductivas e ilógicas por el altísimo costo que tendrían en la economía nacional— serían solo eso, parte de la retórica electoral y, más temprano que tarde, recularía en pro de decisiones más congruentes con lo que debe ser el papel de un jefe de Estado: velar por el beneficio del país, dejando de lado sus ambiciones personales. Pues bien, todo parece indicar que intentará cumplir con todas ellas, valiéndose de consultas ridículas y manipuladas, de un Congreso de la Unión cuyos integrantes se asemejan más a los seguidores incondicionales y adormilados del líder de una secta religiosa —quizás esa sea la imagen que ha forjado AMLO en ellos—, que a un grupo de políticos que, en teoría, deberían de ser el contrapeso del poder ejecutivo.

Si bien en sexenios priístas —cuando nuestro voto quedaba decidido desde Los Pinos con un año de anticipación al cambio de poderes—, nunca un presidente electo había ejercido tanto poder sobre las decisiones del país, como López lo hizo tras el 1º de julio. La cesión total en la toma de decisiones, como la promesa del nuevo jefe del Ejecutivo de no tocar ni con el pétalo de una rosa a los corruptos de sexenios anteriores, nos dejan en claro que no fue una ocurrencia más del tabasqueño, sino una negociación en la que se trocó una elección limpia con transición tersa, por una garantía de impunidad a quienes saquearon el país en el pasado ejercicio sexenal. Sin duda, una negociación que los mexicanos estamos pagando a golpes de gasolinazos, devaluaciones y un ambiente de total inseguridad, como resultado de interminables crisis económicas.

Sin embargo, el capital político acumulado por el nuevo presidente durante sus más de 12 años en campaña, le ha permitido prometer la cancelación del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México (NAIM), con pérdidas que rebasan los 100 mil millones de pesos, o cumplir con el capricho de construir una refinería en Dos Bocas, Tabasco que, cuando la termine, es muy probable que la mayoría de los autos sean eléctricos; o el Tren Maya, cuya construcción costará un dineral y provocará la destrucción de invaluables reservas ecológicas en el sureste del país, lo cual —a diferencia del NAIM— parece importarle muy poco a don Peje. A pesar de estas decisiones contrarias al crecimiento del país, de acuerdo con Reforma, Andrés Manuel llegó a su toma de posesión con un nivel de aceptación del 63%.

«El pueblo es sabio» —dice él—, pero eso no implica que aspire al Nobel de Economía —digo yo.

A eso habría que sumarle que, sin aumentar impuestos, incrementar el precio de los combustibles y convertir a la zona fronteriza en un auténtico paraíso fiscal, nuestro presidente estima que le alcanzará el dinero para pagar los gastos derivados de la cancelación del NAIM, remodelar por completo el actual aeropuerto y construir dos pistas adicionales en el de Santa Lucía, construir el Tren Maya, duplicar el monto de las pensiones a los adultos mayores, pagarle $3600 mensuales a 2.4 millones de jóvenes ninis (¿el ejército privado más grande del mundo?), crear 100 nuevas universidades públicas (¿doctrinarios de su ideología?), becar a alumnos de educación media básica y superior y muchas otras maravillas, con un solo inconveniente: ni acabando con toda la corrupción —tarea imposible— ni bajando los salarios de los altos mandos en el gobierno, lo que está devaluando la calidad de los mismos, pues ya están regresando a la iniciativa privada, le sería posible reunir esta cantidad para sus programas. Nos queda por resolver esta disyuntiva con dos opciones: aumentar el endeudamiento público ya asfixiante, o generar una espiral inflacionaria que acabaría con la economía mexicana y su prestigio internacional. A poco más de 30 horas de su ascenso, el flamante mandatario no ha dado señales de saber cómo logrará cumplir con sus promesas, sin llevarse al baile a la población, principalmente aquella que votó por él.

Lo más grave de esta situación, es que minuto a minuto está acabando con todos los posibles contrapesos a sus decisiones de gobierno, con la repugnante complicidad de sus fanáticos congresistas. Este totalitarismo en ciernes nos tiene a la deriva de una probable crisis político-económica, que podría tener resultados desastrosos.

No obstante, habrá que darle a López Obrador el beneficio de la duda, con la esperanza de que alguna musa nacionalista se haga presente en sus sueños y lo guíe por los caminos que más le convienen a nuestro país.

Es seguro que él continuará con su muy exitosa política de polarización, pues junto con la inutilidad manifiesta del gobierno anterior, fueron la razón por la que obtuvo 30 millones de votos; hoy, ya como gobierno, solo la primera de estas dos armas mantiene su vigencia, y necesita reafirmarla, endulzando el pastel del populismo, prometiendo imposibles al más puro estilo de su pasado priista y, por supuesto, fomentando el encono contra aquellos que no comulgamos con él.

Quienes no votamos por su opción política, debemos entender que ellos ganaron y nosotros perdimos. Por lo tanto, nos corresponde a nosotros aceptar la derrota y extender los brazos a los 30 millones de ganadores de las pasadas elecciones. Lo peor que podríamos hacer, es caer en el juego del mandatario y corresponder al odio con más odio, porque eso solo lograría incrementar su popularidad. Una alternativa es disentir con respecto, hacernos escuchar y trabajar como locos para no perder lo poco o mucho que ya tenemos. No olvidemos que, como mexicanos empadronados, quienes no le dimos nuestro voto a Andrés Manuel López Obrador —incluyendo los que no votaron—, sumamos casi 60 millones, una inmensa mayoría. Hagámosla valer, por el bien de México.

Mi máximo deseo: que el presidente cristalice todos sus proyectos, tenga un éxito arrollador, que podamos crecer al 6% anual, como lo prometió, que acabe con la corrupción, y que el México del nuevo sexenio se convierta —otra promesa inolvidable— en la república del amor.

fdebuen@par7.mx