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El ascenso al sexto piso

Fernando de Buen



El sábado pasado, día de San Patricio y el aniversario 116 del nacimiento del mejor golfista amateur de todos los tiempos —el inmortal Bobby Jones— cumplí 60 años de haberme integrado a la población mundial y, a modo de catarsis existencial, decidí escribir estas líneas.

A través de seis décadas, no solo cambia el mundo, sino también la forma de apreciarlo. La vida se vuelve más simple, pero vivirla es más complicado; las articulaciones se endurecen, pero se flexibilizan las metas; la vista se acorta, pero la percepción se alarga; aumentan las malas noticias, pero la tristeza se vuelve más ligera; afortunadamente, los laberintos para encontrar el gozo son menos intrincados y la satisfacción al hallarlos es más duradera.

El acceso a esta etapa de la vida es, quizás, el más representativo parteaguas en la transformación del ser humano, pues, al menos en México, marca nuestra bienvenida a la condición de «adulto mayor», una forma bastante idiota —a mi parecer— de sustituir al término «viejo», filosófica palabra que engloba experiencia, aprendizaje y un largo camino andado. Con la famosa credencial del INAPAM (Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores), que pienso tramitar pronto, llegarán algunos descuentos o cortesías y haré menos colas, pero también será un recuerdo permanente de que la meta está mucho más cerca que la salida, y que mi historia —aunque me sonría la longevidad— ya es del doble o triple de larga que mi futuro.

El ascenso al sexto piso es también la trascendente elección entre ver el «vaso medio lleno» o «medio vacío», pues ello podría definir nuestra visión durante el resto de nuestra vida.

Cuando vemos al vaso medio vacío, estamos viendo en su contenido lo que nos queda de vida; cuando lo percibimos medio lleno, notamos que aún podemos colmarlo con un sinnúmero de nuevas experiencias; si llevamos el medio vacío en la mano, preferimos no salir a la calle, para que no se derrame una sola gota y nos conformamos con ver el mundo pasar a través de nuestra ventana; si cargamos el segundo, salimos y bailamos bajo la lluvia pensando que, si cae algo de líquido, el propio aguacero se encargará de recuperar la pérdida. Y lo bailao, ¿quién nos lo quita? Del lado pesimista, solemos pensar en los cuidados que debemos brindarnos para mantener nuestra salud y una aceptable condición física; si estamos en el optimista, nos sentimos orgullosos de que, a pesar de los 60, seguimos siendo capaces de correr un poco, jugar 18 hoyos sin subirnos al carro de golf, hacer ejercicio tres o cuatro veces por semana y tener aún la fuerza suficiente para levantar objetos pesados. Si por azares de la vida, aquel proyecto firmado «ante Dios y ante los hombres» debió llegar a su fin, el que juzga al vaso como medio vacío pensará en la palabra «fracaso» para definir lo vivido bajo ese manto; para el que lo percibe medio lleno, la flamante condición es la apertura de nuevas puertas para reconstruir su vida, evitando cometer los errores que ayudaron a causar el rompimiento de la anterior. Es la elección entre soledad y libertad.

Poco importa si nuestro esfuerzo a través de los años nos ha recompensado con riquezas, o nos alcanza apenas para sobrellevar el día a día. Con las seis décadas a cuestas, nos volvemos más aficionados a los amigos, a los hijos y a las sonrisas, que a los autos de lujo, los viajes de ensueño o inmensas casas. Finalmente, entendemos que los cuidados que exige la abundancia son enemigos de la felicidad. Si estamos en el punto medio, procuraremos resguardar lo que tenemos, pero sin llorar su eventual pérdida.

La llegada de los 60 suele coincidir —al menos en mi caso— con la consolidación de los hijos en su vida profesional. No quiero decir con ello que está asegurado su éxito, sino que han desarrollado el talento y la capacidad para garantizar su propia supervivencia sin la ayuda de su padre. Esa es una de las mayores satisfacciones bajo esta condición.

En el caso del golf, también tiene sus ventajas llegar al sexto decenio. Al estimar que la mayoría de los golfistas en esta situación gozamos de una respetable situación económica, los fabricantes desarrollan montones de palos de golf y bolas que nos brindan la esperanza de conseguir una mayor distancia y precisión, pero también los clubes de golf nos permiten —ya sin vergüenza de por medio— salir de las mesas para viejitos, meter el carro de golf al fairway y, si los integrantes del foursome son contemporáneos, siempre habrá algún disimulado acuerdo para admitir algunas trampillas que nos ayuden a sobrellevar los traumas de las salidas cortas y los golpes que no llegan a green (aún me resisto a cambiar de mesas de salida, pero ya está vigente la opción).

A modo de colofón, una frase para definir mi nuevo estatus: cuesta más trabajo subir hasta aquí, pero la vista es incomparable.

fdebuen@par7.mx


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